Era la ma?ana del segundo día, y la fatiga había dejado su marca en Candado y Europa. No habían dormido en absoluto. Candado, preocupado, observaba de reojo a Europa, consciente de que el insomnio podía afectar gravemente a alguien en su estado: ella estaba embarazada. Sin embargo, Europa devolvía esa misma preocupación. él, apenas un ni?o, cargaba con un peso que no le correspondía, y aun así, se mantenía firme, como si la vigilia fuera un deber ineludible.
No hablaron al respecto. El cansancio pesaba más que las palabras, y ambos continuaron buscando, aferrados a la idea de que detenerse no era una opción.
La ni?a, por su parte, había quedado bajo el cuidado de Mauricio. Candado la había dejado con él, temiendo que la prolongada hibernación hubiera dejado secuelas difíciles de prever.
Gutiérrez, decidido a encontrar a Hammya por sus propios medios, se tomó un día libre de su trabajo. Zúr, en cambio, regresó a su mundo para conseguir refuerzos, con la promesa de volver con ayuda. Mientras tanto, Candado y Europa se dirigieron a las afueras del pueblo, donde, según la información que él recibió, se encontraba una antigua granja. La estructura parecía abandonada, rodeada por decenas de semáforos que marcaban el lugar como un terreno prohibido.
—?Qué ocurre? —preguntó Europa.
—Rozkiewicz… ?Qué haces aquí? —Candado frunció el ce?o.
—Veo que Alejandro te envió, ?eh? —respondió Rozkiewicz, con una sombra en la mirada.
—Su información me llegó antes que a ti.
Europa, inquieta por la tensión entre ambos, se adelantó.
—?Qué está pasando aquí?
Rozkiewicz suspiró, su rostro se tornó sombrío.
—Es mejor que lo vean por ustedes mismos.
Sin más palabras, cruzaron el cordón de semáforos. La granja, vieja y desmoronada, parecía inofensiva a primera vista. Nada más que ruinas y silencio, salvo por una puerta derribada que conducía a unas escaleras que descendían hacia la oscuridad.
El descenso fue lento y cargado de una inquietud que pesaba en el aire. Rozkiewicz no soltó ninguna de sus habituales bromas, ni comentarios absurdos. Solo el eco de sus respiraciones y los pasos resonando en las paredes acompa?aban la bajada hacia lo desconocido.
Al final de la escalera, un estrecho cubículo de tres por trece metros los recibió. Allí, otros semáforos iluminaban tenuemente una escena que heló la sangre de todos.
Huesos. Cientos de huesos.
La mayoría eran peque?os, demasiado peque?os. Ni?os y jóvenes cuyos restos yacían apilados como si sus vidas no hubieran significado nada.
Europa retrocedió, las náuseas golpeando su estómago hasta obligarla a llevarse la mano a la boca. Candado, con el ce?o fruncido, se arrodilló lentamente, sus ojos recorriendo la macabra escena hasta detenerse en una peque?a calavera.
—Tenía la misma edad que Yara… —susurró, con la voz quebrada.
Las paredes, agrietadas, estaban cubiertas de rasgu?os desesperados. Marcas de u?as, ara?azos que contaban una historia de sufrimiento. Manchas de sangre salpicaban el concreto, testigos silenciosos de un horror indescriptible.
Candado levantó la mirada hacia el techo. Un micrófono antiguo colgaba de un alambre oxidado, balanceándose ligeramente como si aún guardara voces olvidadas.
Europa trató de recomponerse, y miró al micrófono.
—?Qué conecta eso? —preguntó ella, su voz apenas un susurro.
—Víctor —llamó Rozkiewicz.
Un adolescente se acercó y le entregó una grabadora.
—Era una estación de radio... simulando una infantil—explicó Rozkiewicz, con la mandíbula tensa—. No muy lejos de aquí incautamos varias grabaciones.
El botón de reproducción fue presionado, y un chirrido estático rompió el silencio antes de que una voz de un hombre emergiera en tonos suaves y cálidos, la cinta estaba en mal estado.
—Hola, queridísimos oyentes de la radio… Sean bienvenidos a… en fin, espero que puedan disfrutar de este maravilloso día… pronto… sido… muy… sin más floro, ?hagámoslo!
Aplausos distorsionados llenaron el espacio.
—Espero que estén cómodos, porque tenemos obsequios para ustedes. Y por supuesto, no nos olvidamos de ti, querido oyente.
Sonidos de risas de un público que, al parecer, no existía.
—Muy bien, aquí tenemos a nuestro invitado: ?El Payaso Fray!
—?Hola chicos! ?Se divierten?
Risas y vítores infantiles respondieron con entusiasmo.
—Me alegro. Los ni?os buenos tendrán regalos bonitos, mientras que los malos… tendrán castigo. Qué lujo, ?no?
—Se?or Fray, ?A dónde van los ni?os malos?
—Excelente pregunta, narrador. Los ni?os malos van al "Rincón del Castigo": oscuro… y frío.
El sonido de risas resonó, pero había algo antinatural en ellas, como si detrás de cada carcajada se escondiera un secreto macabro.
Europa tragó saliva con dificultad.
—?El payaso Fray…? —murmuró.
—Al parecer emulaban ser una "radio infantil"… —Rozkiewicz apretó los pu?os—. Asqueroso.
Candado sacó el casete y colocó otro, con un gesto grave.
—Esto es lo que reproducían cada vez que hablaban del "Rincón del Castigo".
El botón de reproducción volvió a hundirse. Al principio, solo hubo un silencio pesado. Luego, los gritos. Agudos, desesperados, inhumanos.
Gritos de ni?os suplicando que los dejaran salir. Llantos desgarradores que se mezclaban con sonidos de golpes, sollozos y un sufrimiento que parecía no tener fin.
Europa cayó de rodillas y vomitó, incapaz de soportar aquella tortura auditiva. Rozkiewicz se mordió el labio hasta casi sangrar, conteniendo la rabia que le quemaba por dentro. Candado, se mantuvo sereno, solo se limitó a apagar el reproductor
El silencio que siguió fue peor que cualquier ruido.
—?Los implicados? —preguntó Candado con tranquilidad.
—Aún nada… —Rozkiewicz bajó la mirada—. Pero cuando los encontremos… irán directo a las cuevas.
Candado asintió y luego se volvió hacia Europa. Sus ojos, aún firmes pese al horror, reflejaban preocupación.
—?Estás bien?
Europa respiró hondo, intentando recomponerse.
—Sí… solo fue… sorpresivo.
Rozkiewicz la observó con seriedad.
—Sé que no soy nadie para decirlo, pero ten cuidado… estás embarazada.
Europa esbozó una sonrisa amarga.
—Tranquilo, conozco mi cuerpo mejor que nadie...
—Mamá… —la voz de Candado, cargada de reproche y cari?o, interrumpió el momento.
—En fin —suspiró Europa, cruzándose de brazos—. Lo que quiero decir es que, cuando sea necesario, me marcharé.
—Júralo —pidió Candado, mirándola con seriedad.
Europa sonrió levemente, recordando a alguien.
—Ah, eres igual a tu padre... lo juro.
—Bien.
Candado desvió la mirada hacia Rozkiewicz, que permanecía en silencio.
If you discover this tale on Amazon, be aware that it has been unlawfully taken from Royal Road. Please report it.
—?La prisionera, eh?
—De eso me encargo yo —respondió Rozkiewicz—. Ahora...
Pero Candado, con un movimiento rápido, sacó su facón y lo lanzó hacia un soporte en la pared. El cuchillo no sólo se clavó en la madera, sino que hirió a alguien oculto en las sombras.
—Lo sabía... Es una trampa —dijo Candado, con la voz llena de furia contenida.
Sin perder tiempo, Rozkiewicz presionó su emblema de semáforo en el hombro.
—?A TODAS LAS UNIDADES! ?ROJO! ?ROJO!
Casi de inmediato, los disparos comenzaron a resonar desde todos los rincones. El caos estalló.
—Tínbari... —murmuró Candado—. Cierto, no será de ayuda.
—Entonces llamaré a Amabaray —respondió Europa mientras buscaba cobertura.
Candado cerró los ojos un instante. Sus tatuajes comenzaron a brillar, y sus iris se ti?eron de un violeta intenso.
—Hazlo rápido. Yo tengo que detener esto.
Con un pisotón que resquebrajó el suelo, Candado se impulsó hacia la planta alta. Derribó a dos agentes de un solo movimiento y siguió subiendo las escaleras, hasta toparse con una veintena de hombres armados disparando contra los semáforos.
—Tenemos el objetivo —anunció un encapuchado—. ?Suelten al tanque!
Un hombre, cubierto con una armadura pesada, irrumpió como una avalancha, arrasándolo todo a su paso. Al llegar a Candado, intentó embestirlo, pero él esquivó ágilmente y contraatacó. El agente, adivinando sus intenciones, trató de cambiar de dirección, pero Candado, siempre un paso adelante, anticipó el movimiento y lo interceptó con un rodillazo brutal en el abdomen.
Otro agente apareció armado con una pistola. Sin pensarlo, Candado utilizó al primer enemigo como escudo. Dos disparos resonaron: uno impactó en los omóplatos del escudo humano y otro rozó peligrosamente la sien de Candado. Apartándose de inmediato, Candado chasqueó los dedos, encendiendo en llamas los zapatos del agente, que empezó a desesperarse y a tambalearse.
Aprovechando la confusión, Candado golpeó las mu?ecas del enemigo, fracturándolas de inmediato, y luego le tomó la cabeza entre las manos.
—Oyik —susurró.
Sin más, le propinó un cabezazo devastador que lo dejó inconsciente.
Desde el otro lado del pasillo, la figura del hombre acorazado lo llamó:
—?Candado!
Este apenas le dedicó una mirada, apagando lentamente la energía que fluía en su cuerpo.
—?Me estás jodiendo? —gru?ó el hombre de la armadura, irritado.
Candado no respondió. Solo sostuvo su mirada de forma desafiante.
Cuando el hombre se dispuso a atacar, cayó de rodillas repentinamente, como si su fuerza lo hubiera abandonado de golpe.
—??Qué!? —exclamó, desconcertado.
Una mano tapó los ojos de Candado desde atrás.
—Lamento la tardanza —dijo una voz familiar.
—Tú...
Antes de que pudiera decir más, una cuchilla atravesó la garganta del acorazado. La responsable era Clementine.
—Eliminación completada —anunció ella con calma.
—Ya puedes soltarme, Nelson —pidió Candado, aún sin moverse.
—No, todavía no —respondió Nelson, manteniéndolo cubierto.
Mientras tanto, los compa?eros de Nelson masacraban a los agentes que quedaban en la zona.
—Oh, veo que trajiste a tu séquito —comentó Candado.
—Claro que sí, hijo, claro que sí.
Pasados unos minutos, Nelson finalmente retiró su mano de los ojos de Candado.
—Hola, Nelson.
—?Qué tal?
Candado se giró y vio a los recién llegados.
—Miguel, Bruno, Simón, Elsa, Aldana y Rosa... Hola a todos.
—?Hola, Candado! —saludaron en unísono.
—Veo que llegaste justo a tiempo —bromeó Candado.
—Je, ya no tienes problemas, ?eh? —rió Bruno—. ?Cuál es el siguiente paso?
Candado asintió, sacando un objeto del bolsillo.
—Tengo lo que ella me solicitó. Cuando me diga dónde es el lugar, los llamaré.
—Parece que por fin vamos a trabajar juntos, ?no? —comentó Nelson, sonriendo de lado.
—No te acostumbres —advirtió Candado, sin perder su tono seco.
En ese momento, irrumpió Europa, jadeando.
—?Candado!
Candado se acercó discretamente a Nelson.
—Oye, quiero pedirte un favor.
—Dime.
—Está embarazada. Y está empezando a ponerse en peligro.
—Yo me encargo —asintió Nelson con seriedad.
—Gracias —dijo Candado. Luego miró a su madre—. ?Mamá, tengo trabajo! ?Nos vemos luego!
—?Espera! ?Iré contigo!
Antes de que pudiera seguirlo, Nelson rodeó la espalda de Europa con su brazo, mientras Elsa le tomaba la mano.
—?Ha sentido dolor en el cuello o los ovarios? —preguntó Elsa, con una seriedad médica.
—?Qué? ?Qué dices?
—Supuse que era eso. Acompá?ame, por favor.
—?No, yo... pero Candado...!
—Lo siento —dijo él mientras desaparecía de su vista.
Candado reapareció en las afueras de la casa. Se dirigió a un viejo árbol y observó el terreno, atento por si alguien más necesitaba ayuda. Por suerte, Rozkiewicz ya se estaba encargando de controlar la situación.
Sin perder más tiempo, Candado contactó a Mauricio. Le pidió que lo llevara de inmediato a Kanghar.
El momento había llegado. Confirmó sus sospechas.
Candado llegó a Kanghar, más precisamente a las puertas de la sala de interrogatorios donde retenían a la sospechosa. Estaba a punto de tocar cuando la puerta se abrió, y de ella salió una mujer.
—Candado, ?lo conseguiste? —preguntó Jaqueline, ansiosa.
—Sí —respondió él, y luego giró levemente la cabeza—. Ahí.
—No veo nada...
En ese momento, Mauricio apareció de la nada, cargando a una chica inconsciente en brazos.
—?Woo! —exclamó sorprendida.
Candado tomó a la chica de los brazos de Mauricio, luego le hizo un leve gesto para que se retirara. Mauricio inclinó su sombrero como despedida y desapareció.
—Ahora —dijo Candado, volviéndose hacia ella—. Llévame adentro.
Cuando cruzó aquella puerta, supo de inmediato cómo iban a desarrollarse las cosas.
La sala estaba en silencio hasta que la puerta volvió a abrirse. Candado entró cargando a la ni?a: la hija de Samanta.
—Inés... —murmuró Samanta, con la voz quebrada.
Jaqueline, que vigilaba la escena, puso una mano firme sobre el hombro de Samanta para que no se levantara.
—Dos días —susurró Candado.
Candado sentó a Inés en una silla frente a ellos y luego miró a Jaqueline, pidiéndole que la soltara.
—?Estás seguro? —preguntó ella, dudosa.
—Ahora me encargo yo —respondió con firmeza.
Jaqueline asintió y se hizo a un lado.
Candado sacó un peque?o frasco de su bolsillo —idéntico al que él mismo solía usar— y lo acercó a la nariz de la ni?a. En cuestión de segundos, Inés comenzó a moverse y abrió lentamente los ojos.
—Horrible... —murmuró ella con un gesto de disgusto.
Samanta apenas contuvo las lágrimas.
—?Dónde estoy? ?Mamá?
Samanta no pudo resistir más. Saltó de su asiento y corrió a abrazarla, llorando desconsoladamente.
—Inés... —susurró entre sollozos, agradecida.
—?Pueden dejarnos solos? —pidió Candado, en tono bajo.
Jaqueline asintió y dio la orden para que todos abandonaran la sala, aunque se quedó mirando unos segundos a Candado.
—Está bien —dijo él—. Lo tengo todo bajo control.
Jaqueline suspiró, dispuesta a salir.
—Quédate —a?adió Candado—. Te necesito.
—Bien —aceptó ella, sorprendida—. Gracias.
Durante varios minutos, solo hubo silencio. Samanta lloraba mientras murmuraba oraciones de alivio, abrazada a su hija. Inés, aún confundida, apenas podía entender qué estaba ocurriendo.
Candado, por su parte, permaneció inmóvil, mirando el reloj de la sala sin apartar la vista. No habló, no se movió. Solo observaba.
Jaqueline, incapaz de entender su proceder, caminaba de un lado a otro, lanzando miradas nerviosas hacia la madre y la hija, quienes hablaban de trivialidades como si el horror de los días anteriores no existiera.
El reloj marcó las 15:00 horas.
Entonces, de forma brusca, Candado tomó a Inés por el hombro, separándola del abrazo de su madre de un tirón. Ambas se sobresaltaron. De inmediato, le entregó la ni?a a Jaqueline.
—Sácala de aquí.
—B-bien... —tartamudeó Jaqueline, aún confundida.
—?Mamá! ?Qué está pasando?
—Inés...
Candado golpeó la mesa con la palma de su mano izquierda, agrietándola con el impacto.
—Concéntrate —ordenó con una voz serena, pero inapelable.
Fue en ese momento que Samanta comprendió que su momento había llegado.
—Pero...
—Te di tres horas. Cumplí mi palabra. Ahora, es tiempo de que cumplas la tuya —sentenció Candado, sin titubear.
Sin discutir, Samanta tomó papel y lápiz de la mesa y anotó unas coordenadas con manos temblorosas.
—Ahí están... Es posible que lo que buscas esté allí.
Candado tomó la nota, leyendo en silencio.
—Je... Así que era en Corrientes.
—Sí, es ahí. Lamento todo lo ocurrido —murmuró Samanta, bajando la cabeza.
—La perdono.
Samanta se incorporó lentamente.
—Siéntate —ordenó Candado, sin levantar la voz.
—Ya dije todo lo que necesitabas —protestó ella, con un atisbo de rebeldía.
—He dicho que te sientes.
Una fuerza invisible la obligó a quedarse pegada a la silla. Samanta abrió los ojos de par en par: a través de los espejos, Tínbari se hacía presente, observándola de cerca.
—Acepto tus disculpas, Samanta Ferrero —continuó Candado, imperturbable—. Pero no estoy dispuesto a dejarte ir. No todavía.
—?Qué quieres decir? —preguntó ella, nerviosa.
Candado sacó un expediente que había mantenido oculto bajo el brazo durante toda la espera.
—Resulta que no eras tan inocente como parecía. ?Sabes qué es esto?
—No...
—Lo supuse. —Dejó caer el expediente sobre la mesa agrietada—. Es una lista de los ni?os desaparecidos en los últimos a?os. Qué curioso... cinco de esos casos llevan tu firma.
Samanta palideció.
—Los agentes tratan a personas como nosotros como si fuéramos ganado. Dos de esos ni?os fueron torturados hasta la muerte. ?Sabes qué más? Tu firma también aparece ahí. Los agentes son muy buenos documentando sus "logros" enfermos.
La sala quedó en un silencio helado. Candado había descubierto que dos de los ni?os de aquella "grotesca" radio, fueron victimas de ella.
Y ahora, el juicio apenas acababa de comenzar. Samanta bajó la mirada hacia el suelo, incapaz de sostener la presión.
—No... Eso no es verdad —susurró.
—Miente —dijo Tínbari, esbozando una sonrisa oscura.
—Ya lo sabía —a?adió Candado, apenas audible.
Su voz era una condena.
—Lo que has hecho hoy no fue más que un acto de desesperación. —Candado dio un paso hacia ella, la sombra de su figura cubriéndola por completo—. Querías redención. Lo supe en cuanto vi tus ojos. Muy en el fondo de tu corazón, sabías que yo nunca recuperaría a tu hija. Pero te sorprendiste cuando lo hice... tanto, que decidiste cambiar tu objetivo.
La acusación flotó en el aire como una sentencia de muerte.
—Sabías perfectamente que secuestrarían a Hammya... —continuó, con la voz cada vez más baja, más letal—. Y también sabías que serías la encargada de torturarla. No querías seguir ese camino. Por eso te dejaste atrapar en ese patético atentado. Sabías que esa radio horrenda sería borrada este día ?Verdad?
Samanta no contestó.
—No decir nada es una elección también, pero bueno.
Candado mostró una seriedad monstruosa. Ya no veía frente a él a un ser humano. Solo un objeto roto.
—Es una lástima que pidieras mi ayuda —prosiguió, con un dejo de amarga ironía—. Si hubiera sido otro, quizás habrías podido volver a casa con tu hija...
Pero conmigo, eso no va a ser posible.
Samanta soltó una carcajada amarga, resignándose a su destino.
—Sí... yo lo sabía —admitió, con la voz temblorosa.
—Genial —replicó Candado, seco.
—Y sí... yo secuestré a cinco de ellos —continuó ella, como una confesión forzada—. Maté a dos... con mis propias manos.
No quería volver a experimentar eso. No otra vez...
Candado la observó con una frialdad cortante.
—Destruiste cinco familias, Samanta Ferrero —dijo en tono grave—. Me pregunto qué pasaba por tu mente cuando lentamente le ibas arrebatando la vida a esas criaturas inocentes.
Se acercó aún más. Tan cerca, que Samanta contuvo el aliento.
Candado posó una mano sobre su cabeza. No fue un gesto de consuelo, sino de sentencia.
—No tienes idea... —susurró, y luego sonrió de forma tétrica—. De las ganas que tengo de matarte. Pero soy un hombre de palabra.
Samanta lo miró, derrotada.
—?Qué me harás? —preguntó, apenas un suspiro.
Candado se encogió de hombros.
—Yo... nada. Solo me sentaré... y observaré.
Sin agregar una palabra más, Candado se giró y salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio que pesaba como una lápida.
—?Dónde está la línea que no debo cruzar? Creo que no debo preocuparme de eso, hoy habrá una limpieza.