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Prólogo

  El cielo se partió al medio con un tajo en las nubes que sangraba el color del amanecer. Allí, gigantesco, se alzaba Eithur-fawert, la Peste Incesante, con alas de un verde tan profundo como el cosmos mismo detrás. Se veía tan pacífico, tan natural en el cielo, como si ignorara su reputación universal de horror y genocidio, o quizá porque la portaba con orgullo.

  3.000 metros por debajo y varios miles más hacia el este, la imponente sombra de aquella bestia comenzó a acercarse a los tres interceptores AI-23 Barracuda del Imperio de Nueva Insalik, modelos de vanguardia piloteados por veteranos. Estos encabezaban la operación militar que partió desde la base aérea de Nor’Siffhen casi dos horas antes. Volaban bajo para mezclarse con las copas de los árboles y evitar ser detectados el mayor tiempo posible; pero una vez que establecieron contacto visual comenzaron a acelerar y ganar altura, virando hacia el sur, dejando una espesa estela de color rojo intenso detrás de sí y tomando distancia de su objetivo.

  Un poco más al este se encontraba el resto de las naves desplegadas por el Imperio: 10 AC-22 Puma divididos en 2 cuadrillas de 5 en formación echelon opuestas, y 6 AC-33 Bengala, un poco más grandes y veloces, en formación horizontal, unas pocas millas más atrás. Todo el escuadrón aceleró y tomó un ángulo ascendente de 25 grados en dirección al enemigo, manteniéndose cerca unos de los otros, pero con el suficiente espacio para tomar maniobras evasivas y no arriesgarse al fuego amigo.

  En los comandos de uno de los Pumas estaba el joven piloto Brem Ysla. Era su primera misión real, con un panorama desesperante y desolador delante de él. Aún así, disciplinado y valiente, siguió las estrategias convencionales el mayor tiempo posible.

  Una serie de palabras llegaron desde el conducto comunicador:

  –No te preocupes, Ysla. Es exactamente como los entrenamientos. Solo recuerda: no dudes en tirar de la palanca. Todo va a estar bien”

  Era su artillero, Hank Zovim. Ambos eran igual de novatos, aunque Hank era su superior y se mostraba mucho más seguro de sí mismo. Al fin y al cabo, era un mago relativamente habilidoso. En su tiempo libre solía practicar las artes de adivinación, por lo que estaba convencido de que ese día volvería a casa con vida.

  Al mantener la mirada fija en el enorme Anciano que planeaba sobre ellos, ambos tripulantes presenciaron como una enorme cantidad de peque?as figuras, apenas unas manchas irregulares en contraste al cielo incendiado, comenzaron a brotar de sobre el lomo del coloso, y de detrás de sus alas. Con un deber instintivo, media centena de dragones juveniles se lanzaron al encuentro contra las naves de metal. Contrario al ejército humano, aquellos demonios alados se comportaban erráticamente, volando a toda velocidad, sin preocuparse por sus compa?eros o siquiera por ellos mismos. En su mente, solo la posibilidad de conseguir una presa.

  Cuando el escuadrón había alcanzado el rango de los 1000 metros respecto a aquel enjambre de esbirros, y tras la órden del capitán del escuadrón, todos los aviones cazadores empezaron a lanzar descargas de fuego sobre el enemigo, logrando derribar unos pocos sin romper formación antes de llegar al combate cercano. Para la marca de los 200 metros, cuando las esbeltas figuras de los dragones juveniles se empezaron a distinguir con claridad, llegó la nueva orden: romper formación. Al fin y al cabo, la misión de la escuadra de cazadores era distraer y derribar la mayor cantidad posible de aquellos vástagos, ganando el tiempo necesario para que los Barracuda se encarguen del legendario Anciano, y la forma más eficiente de hacer eso era sumergiéndonos directamente en el candor del combate. En pocos segundos el riguroso vuelo formado se convirtió en un caos total. Los dragones finalmente alcanzaron los aviones, y estos se dispersaron en todas direcciones. Los minutos se vivieron en tortuosas horas allí arriba, los cielos profanados por un torbellino descontrolado de metal, escamas y fuego.

  Para Brem, el horizonte bailaba en círculos horizontales y verticales, y el concepto de arriba y abajo se le perdía intermitentemente. A pesar de todo eso, solo había un destino aceptable: la victoria. Las alas en flecha del avión Puma que piloteaba le otorgaba una ligereza respetable, y el fuselaje convexo de aluminio les permitía desviar y resistir gran parte de los zarpazos fugaces de aquellas bestias; pero su velocidad inferior respecto a los AC-33 Bengala los transformaba en casi la única presa posible para aquellos reptiles alimentados por una salvaje violencia visceral. Además, el ácido digestivo que esculpían algunos de los dragones más maduros era suficientemente intenso para deteriorar las bisagras de las alas y estabilizadores que, si comenzaban a trabarse y fallar, condenarían a todos los tripulantes a una inevitable sentencia de muerte.

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  Tan solo unos pocos minutos después, la cantidad de monstruos derribados era incontable, pero también se habían perdido ya dos naves del escuadrón imperial. Cada una de esas bajas era un golpe duro. No solamente representaba un creciente riesgo inmediato para los demás, sino que a futuro era un avión menos en la próxima batalla, y varios compa?eros que nadie volvería a ver.

  De repente, la nave de Brem fue sacudida desde el vientre por un lagarto furtivo que se acercó desde su punto ciego. Aferrándose a las alas metálicas, escaló hasta el lado opuesto. Era relativamente maduro y casi tan grande como todo el fuselaje. Brem maldijo en voz alta al ver las fauces indómitas de aquella bestia a través del cristal de la cabina, la única barrera que los separaba. El sol se reflejaba en sus escamas con un destello iridiscente y mágico, contrario al profundo vacío de sus ojos negros. Con sus patas traseras y una de sus alas se aferraba firmemente a la nave, y liberando uno de sus garras, dió un preciso golpe en el vidrio delante de Brem, estallándolo sobre su cabeza. Un montón de fragmentos filosos cortaron superficialmente la piel de su rostro, que se empezó a cubrir con sangre caliente. La bestia se regocijaba por su inminente victoria. Abrió las fauces a solo unos pocos centímetros del herido del piloto, ense?ando las grotescas filas de dientes serrados, su delgada lengua abriendo el paso, y los dos canales al fondo de su garganta. El orificio más superior se contraía mientras el otro, más delgado, se expandía, preparándose para exhalar sobre el piloto novato.

  Brem había estudiado esto una decena de veces en la academia. Un dragón verde es capaz de escupir dos sustancias: su fuerte ácido estomacal, viscoso y corrosivo, o un potente veneno neurotóxico que alberga en un conjunto de sacos sobre sus pulmones. Contra el primero, la mejor opción era cubrirse el rostro y pecho con los brazos, minimizar el da?o a los órganos vitales, y rezar para sobrevivir con la ayuda del artillero u otro avión que notase la situación. En cambio, si fuese a liberar la toxina, se debía evitar a toda costa que ésta entrara en la cabina, se filtrara en la cápsula del artillero, y acabe con los dos tripulantes en pocos segundos. Aquellas bestias te colocaban entre la espada y la pared, un 50-50, una situación de puro azar, vida o muerte, y Brem tenía tan solo un segundo para decidir.

  “Solo recuerda: no dudes en tirar de la palanca.”. Las palabras de Hank resonaron en su mente. Como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida, Brem empujó la palanca del avión fuertemente en diagonal. El avión giró y cabeceó en simultáneo, y su nariz apuntó rápidamente en dirección del suelo, con una fuerza que podría haber destruido las alas del Puma y desmayar en un instante a quien no estuviera preparado. El veneno del dragón, un gas denso y amarillento, salió disparado desde sus entra?as, pero la repentina fuerza centrífuga lo expulsó hacia fuera de la cabina, lejos de los humanos en su interior.

  Justo después de la violenta maniobra y mientras un aún descendían rápidamente en dirección del suelo, se produjo un chirrido intenso al momento que Hank abría la escotilla de su cápsula. Estiró su pu?o cerrado hacia el dragón, y abrió su palma rápidamente apoyándola sobre el tórax de la criatura. Entre ellos, una hoja de urticaria fresca aplastada. Una intensa corriente eléctrica fluyó desde el mago hasta la bestia, deteniendo su corazón en un instante. Sus extremidades pronto perdieron fuerza y soltó el fuselaje, comenzando una caída libremente hacia el suelo.

  –Bien hecho, soldado. Gracias por confiar en mí. –gritó el sargento, extendiendo un pulgar de aprobación. Brem apenas pudo escucharlo con el fuerte ruido del motor mientras estabilizaba nuevamente la nave, ahora a solo unos cientos de metro de las copas de los árboles debajo.

  Sus siguientes palabras llegaron en un mentage, claras como un susurro justo en la oreja del piloto:

  –No hay mucho más que podamos hacer ahora, con la cabina en ese estado. Regresemos a Nor’Siffhen, y esperemos que los Barracuda puedan…

  Las palabras del artillero fueron interrumpidas por un enorme destello por encima de sus cabezas, y suprimidas por una explosión ensordecedora que sacudió a todos a su alrededor, aviones y dragones por igual. Los Barracuda habían por fin encontrado el momento y lugar para disparar los pinestellos. Tres lanzas de dorada energía radiante paralelas atravesaron al enorme dragón anciano, salpicando sangre y ácido en todas direcciones. Era tan inmenso que su descenso parecía frenado en el tiempo para aquellos que lo presenciaron, y al estrellarse en los bosques debajo, levantó una nube de polvo tan vasta que tardó horas en disiparse.

  Cuatro naves no volvieron a la base aérea de Nor’Siffhen esa tarde: 3 AC-22 Puma, y un AC-33 Bengala, que fué alcanzado por el aliento final de Eithur-fawert justo antes de su derrota, para un total de 9 bajas humanas. Pero la misión fue un éxito. Aquella amenaza colosal había sido derribada antes de que alcance la ciudad de Alta Ytroia. Quien sabe cuantos miles hubieran muerto si la FAINI fallaba esa ma?ana.

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